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miércoles, 27 de abril de 2011

El conejito travieso

Conejito vivía feliz en su casita. A pesar de ésto, se aburría de tan apacible bienestar y estaba deseoso de salir a recorrer el mundo en busca de aventuras.

Un buen día, determinó alejarse para siempre de aquel bosque, y se marchó de casa.

Cuando comunicó sus propósitos a los ratoncitos del campo, ellos le aconsejaron:

- Ten cuidado, Conejito. El bosque tiene muchos peligros y sería lo más prudente que regresaras a tu casa.
- No quiero. Sois unos ratoncitos con demasiado miedo.
- ¿Por qué no escuchas los sabios consejos de la familia Ratonil? -apoyaron los pajaritos. - Recuerda que en el bosque habita también el señor Zorro,y éste le tiene declarada la guerra a todos los conejos.

Pero Conejito se reía mucho.

- ¿El señor Zorro? Nunca oí decir que el señor Zorro se ocupara de los conejos. ¡Adiós, adiós! -marchó el animalito muy contento.

Pero ignoraba que el Zorro ya le había visto, y que se preparaba para darle caza.

- Hola Conejito, ¿va usted de paseo? -preguntó amablemente.
- Voy en busca de aventuras, señor Zorro.
- Estupendo, amiguito. Es una idea magnífica. Para celebrarla, le invito a merendar en mi casa. ¿Acepta?
- Ya lo creo -accedió el confiado Conejito, caminando al lado del astuto Zorro.

El Conejito pensaba que éste era el más atento y bondadoso de los animales que vivían en el bosque. Pero pronto se convenció de lo contrario, al quedar encerrado dentro de la casa.

- ¡Infeliz Conejito! -exclamó el señor Zorro. - Ahora estás en mis manos, y mi merienda vas a ser tú mismo.
- ¡Ay, ay, ay! -se lamentaba el Conejito, llorando arrepentido.

Atraídos por los gritos se acercaron los pajaritos, y vieron el apuro en que se encontraba Conejito. Entonces, decidieron salvarle, y para ello penetraron en la casa por una ventana y picotearon al malvado Zorro.

Pero el Zorro, a pesar de los picotazos, se preparaba a arrojarse sobre su víctima. Entonces, tomaron los pajaritos en sus picos un tizón de la lumbre, y con él prendieron fuego la cola del señor Zorro.

- ¡Socorro, que me quemo! -gritó el Zorro saliendo disparado por la puerta.

Conejito escapó sano y salvo, agradeciendo para siempre a los pajarillos el haberle salvado la vida.

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sábado, 23 de abril de 2011

Las cigüeñas

Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido -pensaba-. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.

Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:

Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.

-¡Escucha lo que cantan los niños! -exclamaron los polluelos-. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.

-No se preocupen -los tranquilizó la madre-. No les hagan caso, deéjenlos que canten.

Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:

-No se apuren -les decía-, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.

-¡Oh, qué miedo tenemos! -exclamaron los pequeños escondiendo la cabecita en el nido.

Al día siguiente los chiquillos acudieron nuevamente a jugar, y, al ver las cigüeñas, se pusieron a cantar otra vez.

El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado.

-¿De veras van a colgarnos y chamuscamos? -preguntaron los polluelos.

-¡No, claro que no! -dijo la madre-. Aprenderán a volar, pues yo les enseñaré; luego nos iremos al prado, a visitar a las ranas. Verán como se inclinan ante nosotras en el agua cantando: «¡coax, coax!»; y nos las zamparemos. ¡Qué bien vamos a pasarlo!

-¿Y después? -preguntaron los pequeños.

-Después nos reuniremos todas las cigüeñas de estos contornos y comenzarán los ejercicios de otoño. Hay que saber volar muy bien para entonces; la cosa tiene gran importancia, pues el que no sepa hacerlo como Dios manda, será muerto a picotazos por el general. Así que es cuestión de aplicaros, en cuanto la instrucción empiece.

-Pero después nos van a ensartar, como decían los chiquillos. Escucha, ya vuelven a cantarlo.

-¡Es a mí a quien deben atender y no a ellos! -les regañól la madre cigüeña-. Cuando se hayan terminado los grandes ejercicios de otoño, emprenderemos el vuelo hacia tierras cálidas, lejos, muy lejos de aquí, cruzando valles y bosques. Iremos a Egipto, donde hay casas triangulares de piedra terminadas en punta, que se alzan hasta las nubes; se llaman pirámides, y son mucho más viejas de lo que una cigüeña puede imaginar. También hay un río, que se sale del cauce y convierte todo el país en un cenagal. Entonces, bajaremos al fango y nos hartaremos de ranas.

-¡Ajá! -exclamaron los polluelos.

-¡Sí, es magnífico! En todo el día no hace uno sino comer; y mientras nos damos allí tan buena vida, en estas tierras no hay una sola hoja en los árboles, y hace tanto frío que hasta las nubes se hielan, se resquebrajan y caen al suelo en pedacitos blancos. Se refería a la nieve, pero no sabía explicarse mejor.

-¿Y también esos chiquillos malos se hielan y rompen a pedazos? -preguntaron los polluelos.

-No, no llegan a romperse, pero poco les falta, y tienen que estarse quietos en el cuarto oscuro; ustedes, en cambio, volarán por aquellas tierras, donde crecen las flores y el sol lo inunda todo.

Transcurrió algún tiempo. Los polluelos habían crecido lo suficiente para poder incorporarse en el nido y dominar con la mirada un buen espacio a su alrededor. Y el padre acudía todas las mañanas provisto de sabrosas ranas, culebrillas y otras golosinas que encontraba. ¡Eran de ver las exhibiciones con que los obsequiaba! Inclinaba la cabeza hacia atrás, hasta la cola, castañeteaba con el pico cual si fuese una carraca y luego les contaba historias, todas acerca del cenagal.

-Bueno, ha llegado el momento de aprender a volar -dijo un buen día la madre, y los cuatro pollitos hubieron de salir al remate del tejado. ¡Cómo se tambaleaban, cómo se esforzaban en mantener el equilibrio con las alas, y cuán a punto estaban de caerse.

-¡Fíjense en mí! -dijo la madre-. Deben poner la cabeza así, y los pies así: ¡Un, dos, Un, dos! Así es como tendrán que comportaros en el mundo.

Y se lanzó a un breve vuelo, mientras los pequeños pegaban un saltito, con bastante torpeza, y ¡bum!, se cayeron, pues les pesaba mucho el cuerpo.

-¡No quiero volar! -protestó uno de los pequeños, encaramándose de nuevo al nido-. ¡Me es igual no ir a las tierras cálidas!

-¿Prefieres helarte aquí cuando llegue el invierno? ¿Estás conforme con que te cojan esos muchachotes y te cuelguen, te chamusquen y te asen? Bien, pues voy a llamarlos.

-¡Oh, no! -suplicó el polluelo, saltando otra vez al tejado, con los demás.

Al tercer día ya volaban un poquitín, con mucha destreza, y, creyéndose capaces de cernerse en el aire y mantenerse en él con las alas inmóviles, se lanzaron al espacio; pero ¡sí, sí...! ¡Pum! empezaron a dar volteretas, y fue cosa de darse prisa a poner de nuevo las alas en movimiento. Y he aquí que otra vez se presentaron los chiquillos en la calle, y otra vez entonaron su canción:

¡Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra!

-¡Bajemos de una volada y saquémosles los ojos! -exclamaron los pollos- ¡No, déjenlos! -replicó la madre-. Fíjense en mí, esto es lo importante: -Uno, dos, tres! Un vuelo hacia la derecha. ¡Uno, dos, tres! Ahora hacia la izquierda, en torno a la chimenea. Muy bien, ya vais aprendiendo; el último aleteo, ha salido tan limpio y preciso, que mañana los permitiré acompañarme al pantano. Allí conocerán varias familias de cigüeñas con sus hijos, todas muy simpáticas; me gustaría que mis pequeños fuesen los más lindos de toda la concurrencia; quisiera poder sentirme orgullosa de ustedes. Eso hace buen efecto y da un gran prestigio.

-¿Y no nos vengaremos de esos rapaces endemoniados? -preguntaron los hijos.

-Deéjenlos gritar cuanto quieran. Ustedes se remontarán hasta las nubes y estarán en el país de las pirámides, mientras ellos pasan frío y no tienen ni una hoja verde, ni una manzana.

-Sí, nos vengaremos -se cuchichearon unos a otros; y reanudaron sus ejercicios de vuelo.

De todos los muchachuelos de la calle, el más empeñado en cantar la canción de burla, y el que había empezado con ella, era precisamente un rapaz muy pequeño, que no contaría más allá de 6 años. Las cigüeñitas, empero, creían que tenía lo menos cien, pues era mucho más corpulento que su madre y su padre. ¡Qué sabían ellas de la edad de los niños y de las personas mayores! Este fue el niño que ellas eligieron como objeto de su venganza, por ser el iniciador de la ofensiva burla y llevar siempre la voz cantante. Las jóvenes cigüeñas estaban realmente indignadas, y cuanto más crecían, menos dispuestas se sentían a sufrirlo. Al fin su madre hubo de prometerles que las dejaría vengarse, pero a condición de que fuese el último día de su permanencia en el país.

-Antes hemos de ver qué tal se portan en las grandes maniobras; si lo hacen mal y el general les traspasa el pecho de un picotazo, entonces los chiquillos habrán tenido razón, en parte al menos. Hemos de verlo, pues.

- ¡Si, ya verás! -dijeron las crías, redoblando su aplicación. Se ejercitaban todos los días, y volaban con tal ligereza y primor, que daba gusto.

Y llegó el otoño. Todas las cigüeñas empezaron a reunirse para emprender juntas el vuelo a las tierras cálidas, mientras en la nuestra reina el invierno. ¡Qué de impresionantes maniobras! Había que volar por encima de bosques y pueblos, para comprobar la capacidad de vuelo, pues era muy largo el viaje que les esperaba. Los pequeños se portaron tan bien, que obtuvieron un «sobresaliente con rana y culebra». Era la nota mejor, y la rana y la culebra podían comérselas; fue un buen bocado.

-¡Ahora, la venganza! -dijeron.

-¡Sí, desde luego! -asintió la madre cigüeña-. Ya he estado yo pensando en la más apropiada. Sé donde se halla el estanque en que yacen todos los niños chiquitines, hasta que las cigüeñas vamos a buscarlos para llevarlos a los padres. Los lindos pequeñuelos duermen allí, soñando cosas tan bellas como nunca mas volverán a soñarlas. Todos los padres suspiran por tener uno de ellos, y todos los niños desean un hermanito o una hermanita. Pues bien, volaremos al estanque y traeremos uno para cada uno de los chiquillos que no cantaron la canción y se portaron bien con las cigüeñas.

-Pero, ¿y el que empezó con la canción, aquel mocoso delgaducho y feo -gritaron los pollos-, qué hacemos con él?

-En el estanque yace un niñito muerto, que murió mientras soñaba. Pues lo llevaremos para él. Tendrá que llorar porque le habremos traído un hermanito muerto; en cambio, a aquel otro muchachito bueno -no lo habrán olvidado, el que dijo que era pecado burlarse de los animales-, a aquél le llevaremos un hermanito y una hermanita, y como el muchacho se llamaba Pedro, todos ustedes se llamarán también Pedro.

Y fue tal como dijo, y todas las crías de las cigüeñas se llamaron Pedro, y todavía siguen llamándose así.

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martes, 19 de abril de 2011

La Cenicienta

En un país remoto y fabuloso vivió una vez una linda muchachita llamada Violeta. Su casa era un palacio grande y hermoso con flores y pájaros; sus padres, unos padres maravillosos. Todo el mundo quería a los señores del castillo y a todos querían ellos.

Cada mañana, Violeta y sus padres sentían una dicha grande y desconocida, una felicidad que sobrepasaba la del día anterior.

Hasta que un nefasto día se acabaron las risas y las canciones: la mamá de Violeta murió y su padre, al poco, se desposaba con una mujer de falsa sonrisa, orgullosa y soberbia, que nunca sería una madre para la huérfana, sino la más cruel de las madrastras.

Además tenía dos hijas, Bertina y Bertolda, que habían heredado su carácter y que se le parecían en todas las cosas. Sobre no ser mucho mejor que su madre, eran completamente necias.

Violeta era de una dulzura y de una bondad ejemplares, pues ella se parecía en todo a su madre, que había sido la mejor mujer del mundo.

Apenas se hubo casado, la madrastra reveló su brusco temperamente. Nunca perdía ocasión de zaherir a su joven hijastra, mucho más hermosa que sus propias hijas, y no podía soportar las buenas cualidades de Violeta, que convertían a sus propias hijas en más odiosas todavía.

Bertina y Bertolda adquirían un tono verdoso, cuyo origen estaba basado en la envidia, cada vez que alguien alababa las cualidades de la desdeñada Violeta. Y para rebajarla y ajar su belleza, la madrastra le encargaba los más duros trabajos.

- Eh, tú, muchacha! Haz leña! Friega los suelos! Da de comer a los cerdos! Y olvídate de tu nombre, en adelante te llamarás Cenicienta.

- Cenicienta! -exclamaron sus necias hijas, riendo y palmoteando de placer.

Y así pasaban el día, burlándose de la muchacha, cuando no se hallaban frente al espejo, tratando de embellecerse, cosa bien difícil porque las pobrecillas ya no podían ser menos agraciadas.

Para colmo de males, el padre de Violeta tuvo que emprender un largo viaje y entonces la cruel mujer envió a su hijastra a dormir en la torre del granero, sobre la paja, mientras que sus hermanastras lo hacían en unas alcobas con ricas alfombras, donde sus camas tenían dosel y había grandes espejos de cuerpo entero en donde verse reflejadas.

Cencicienta sufría en silencio y en cuanto acababa sus obligaciones, por muy fatigada que estuviera, salía al camino y miraba lejos, muy lejos y con mucha ansia, esperando el regreso de su padre.

Una tarde, sentada tristemente en un ribazo, vio llegar al heraldo real, montado a caballo, con su trompeta y sus soldados de guardia y acudió ilusionada y presurosa.

Con cuánto deslumbramiento abrió los ojos al saber la novedad! Los reyes iban a dar un baile en honor del apuesto príncipe heredero! Un baile al que estaban invitadas todas las muchachas casaderas del reino!

- ¿Cómo será el príncipe? -murmuró Cenicienta para sí, imaginándolo hermoso, valiente y noble. Si ella pudiera bailar con él...

Al entrar en la casa encontró a sus hermanastras ante el espejo, junto a encajes, cintas y plumas, muy ocupadas en escoger los vestidos y los peinados que pudieran irles mejor.

-Yo –decía Bertina-, me pondré mi traje de terciopelo rojo y mi aderezo de Inglaterra.

-Yo –decía Bertolda-, me pondré mi falda de Francia, acompañada por mi mantón de flores de oro y mi diadema de diamantes, que no deja a nadie indiferente.

Cenicienta, que estaba pensando en el príncipe, olvidó la malevolencia de ellas y dijo alborozada, con su voz musical:

- ¿No sabéis? Todas las muchachas estamos invitadas al baile real...
- ¿Todas? -rió Bertina.
- ¿También tú? -se burló Bertolda.
- Sí, también yo -dijo tímidamente Cenicienta. Pero entonces vio centellear airados aquellos ojos negros de la orgullosa mujer y se estremeció.

- Vanidosa, desharrapada! ¿Tú, acudiendo al baile real? Jamás! Irán Bertina y Bertolda, que son importantes y tienen hermosos trajes. Y una de las dos se casará con el hijo del rey.
- Ooohhh...! -exclamaron a una sus tontas hijas, del todo extasiadas.

Como siempre, por orden de su madrastra, la pobre Cenicienta acabó junto al fogón, derramando lágrimas que ocultaba ante los demás.

Las hermanastras estuvieron cerca de dos días sin comer ya que deseaban lucir una buena figura. Mas a pesar de eso, se rompieron más de doce lazadas a fuerza de tirar para convertirles el talle en más breve, y ellas estaban siempre delante del espejo contemplándose.

Y llegó la gran noche del baile y aquellas tres crueles mujeres, con su cargamento de sedas, cintas, afeites y encajes, marcharon al palacio real. Cenicienta las siguió con los ojos durante mucho tiempo, hasta que ya dejó de verlas y entonces, se puso a sollozar.

No oyó piar a los pájaros, más ruidosamente que de costumbre, ni sintió un suave roce en el aire y tampoco se oyó llamar. Pero una luz vivísima hirió sus ojos llenos de lágrimas y pensó que estaba soñanado y que la misteriosa aparición se esfumaría al despertar.

Sí, sí! Sus ojos estaban viendo una figura como hecha de luz; flotaba en el aire y las hermosas avercillas del cielo no parecían experimentar temor para posarse sobre la figura hecha luz.

Una voz suave y dulce murmuró:
- Violeta, Violeta, deja ya de llorar. Tus penas pasarán y todos tus sueños se harán realidad.
- ¿Quién eres y cómo sabes mi verdadero nombre? -exclamó la muchacha, tendiéndole los brazos, como temerosa de que se le pudiera escapar.

Nunca los pájaros habían piado más alegremente ni evolucionado con tanto primor. ¿Sabían acaso que asistían a un hecho extraordinario? Sin duda sí.

- ¿No te has dado cuenta, Violeta? Soy tu hada madrina, la que llegó hasta tu cuna para derramar sobre tí sus dones.
- ¿Dones? -se asombró la muchacha. Tengo tantas penas que casi no puedo con ellas.
- ¿Y para qué estoy yo aquí? -preguntó el hada, porque era un hada graciosa y pícara.

Cómo brincó el corazón de Cenicienta a causa de la esperanza! Pero luego suspiró con desaliento y movió la cabeza.

- No puedes hacer nada por mí. Anhelo ir al baile real y conocer al príncipe heredero, pero ya ves que no puede ser.
- ¿Por qué no pueder ser? -dijo misteriosamente el hada.
- No tengo vestido y ...

Entonces el hada movió graciosamente la varita, tocó una flor y al momento surgió un brillante y maravilloso vestido de tejido de oro y de plata todo recamado de pedrería, que no parecía real. Luego la varita se alzó y volvió a caer y otra flor se transformó en unos zapatitos deliciosos con ribetes de cristal.

La maravillada muchacha llevaba sus ojos de uno a otros y no lo podía ni creer.

- Qué vestido más bello y qué zapatitos tan deliciosos! -exclamó la arrobada muchacha. ¿Son, hada madrina, para mí?

- Son para tí. Irás al baile y quizás el príncipe te vea y te invite a bailar. Diviértete y sé feliz. Pero no olvides que cuando los relojes de la ciudad den la medianoche, deberás regresar.

Las avecillas piaron alegremente, a compás.

- Oh, hada madrina! No sé cómo te lo voy a pagar. Sin embargo, tan lejos se halla el palacio real que quizás cuando yo llegue el baile haya terminado ya.

Volvió a sonreír el hada, miró en torno y descubrió una inofensiva calabaza, amarillenta y grande.

- Carroza serás -dijo el hada, al tiempo de tocar con su varita aquel modesto fruto del campo. Y un magnífico carruaje, como seguramente no había en el palacio real, apareció al momento.

Tocó suavemente con su varita a unos ratoncitos que por allí pasaban, y un hermoso tronco de cuatro magníficos corceles quedó enganchado a la carroza. Un topo curioso, que asomó su cabecita por la chimenea de su casa, quedó convertido en lacayo. Y como uno solo no quedaba bien, el hada le buscó compañía transformando en servidor a un pájaro carpintero que en aquel momento salía a lanzar su grito.

Y Cenicienta se puso el vestido y los zapatitos con ribetes de cristal. Varias avecillas batieron sus alas y peinaron los cabellos de la muchacha que brillaron como el sol. Luego ella subió a la carroza y el hada le recordó que de permanecer en el baile un momento más luego de la medianoche, su carroza se convertiría en calabaza, sus caballos en ratones, su lacayo en topo y sus ropas andrajosas recobrarían el aspecto habitual. Y a una señal del hada los corceles salieron lanzados a toda velocidad.

Como una flecha atravesaron los caminos, los puentes y el parque de la ciudad y por último se detuvieron ante el palacio real. Los lacayos que aguardaban a la puerta no ocultaron su admiración. Aquella bellísima muchacha por fuerza tenía que ser de sangre real!

El palacio, con sus mil torres y ventanas de ojiva, era un centelleo de luz. Arrullada por la hermosa y dulce música, Cenicienta, aunque feliz, entró mesurada y tranquila al gran salón del trono donde el fastuoso baile tenía lugar.

Todos los ojos se volvieron hacia la bellísima recién llegada y las personas, bajito, no cesaba de preguntar:

- ¿Quién será? ¿Quién no será?

Mas nadie tan deslumbrado como el propio hijo del rey, instantáneamente ganado por la deliciosa criatura que creyó desconocida princesa.

Sin poder apartar los ojos de ella, el heredero del trono cruzó el salón, se inclinó galante y la invitó a bailar.

Aunque no sabía quién era él, cenicienta aceptó. Porque su corazón le decía que sólo el príncipe podía ser.

Viendo aquello, los asistentes enmudecieron y pensaron que la bella desconocida debía haber hecho mucha impresión en él para que dejando su aire glacial la hubiera invitado a bailar.

El rey y la reina, ilusionados, cambiaron un disimulado codazo de complicidad. ¿Elegiría el muchacho, por fin, a la que un día compartiría el trono con él?

La música había empezado a tocar el vals real y el príncipe y su pareja bailaban y bailaban, graciosos y ágiles, mirándose sin cesar.

Y acabó aquel baile y siguió otro y otro y otro más. Y en todo aquel tiempo el hijo del rey olvidó quién era porque sentíase radiante y feliz. Hasta que en un giro del baile Cenicienta vio el gran reloj y su sonrisa se le borró. Murmuró una excusa, se apartó del príncipe y echó a correr.

Corriendo sin cesar atravesó salones, descendió la escalinata y en el último escalón perdió uno de sus zapatitos con ribetes de cristal. Era que una campanita, la primera de la medianoche, le advertía de la necesidad de huir. Sin detenerse para nada, corriendo siguió.

Llegó a la carroza, subió a ella, lanzaron los lacayos sus látigos al aire y los nerviosos caballos partieron como una exhalación. El príncipe, que se había detenido a recoger el zapatito, llegó a tiempo de berla marchar. ¿Por qué aquella que creía princesa así escapaba de su lado?

Sólo al llegar a casa de su padre Cenicienta volvió a la realidad. La magia cesó y de tanta maravilla ya no quedaba sino... un zapatito con ribetes de cristal. Pero de ahora en adelante siempre sería feliz, porque le había conocido a EL. Tanto y tanto pensó en el príncipe que la mañana la sorprendió dormida y los pajaritos, que sabían mucho de lo que ocurría allí, decidieron entrar por la ventana y para despertarla empezaron a cantar.

Cenicienta tomó asiento en el lecho y miró a todos con amor. ¿Serían ellos quienes la llevaron al baile real? Y les habló del príncipe y de lo muy feliz que era por haberle conocido y porque la hubiera elegido entre todas, sacándola a bailar.

La madrastra, por el contrario, amaneció de un humor espantoso. ¡Bertina y Bertolda se vieron tan desdeñadas en palacio! Y luego, aquella bellísima desconocida tan parecida a ... No, la cruel señora no lo quería ni pensar.

A vueltas con sus secretos pensamientos, extremó su malevolencia con Cenicienta y la mandó aquí y allá y en todo el día no le dio punto de reposo. Por otro lado, la muchacha tuvo que soportar las rabietas de Bertina y Bertolda, a las que su fracaso en el baile les había producido una especie de indigestión.

¿Qué había sido en tanto del príncipe? Ahora se verá:
- Padre y señor, madre y señora... -empezó, inclinándose ante los reyes, luciendo en sus manos el zapatito con ribetes de cristal. Vengo a comunicaros que me voy a casar.
- ¡Oh, sí, sí! -aceptó el rey, que llevaba años intentando aquello mismo, sin resultado.
- ¡Oh, sí, sí! -exclamó también la reina, que se veía en igual situación.
- ¿Quién es vuestra prometida? -preguntó el rey.
- Eso no lo sé, señor, pero es bella, dulce y buena y ha despertado mi amor -replicó el muchacho, que la estaba viendo con la imaginación.

Esperanzado a más no poder, el anciano monarca llamó a su primer ministro, a quien ordenó:
- Ve y trae a la amada del príncipe; es bella, dulce y buena. Sabiendo ésto la encontrarás.
- ¡Oh, sí, majestad! -dijo el primer ministro, con los bigotes torcidos por el terror. -Pero si pudierais darme alguna pista más...

Y recibió el delicioso zapatito con ribetes de cristal y el reino entero recorrió, pero no hubo muchacha casadera a quien le viniera bien. casi desconfiaba ya de triunfar cuando llegó a casa de la madrastra y también Bertina y Bertolda tuvieron el zapatito en su pie. Mas sólo en la punta, ¡ay!, porque el talón no les entró a ninguna de las dos.

- ¿Hay en la casa alguna muchacha más? -preguntó el palaciego.
Iba a negar la despiadada señora cuando Cenicienta, avisada por las avecillas y su amigo, el ratoncillo del fogón, graciosa y sonriente, se presentó.

- ¡No es de ella! ¡No y no! -gritaron a una Bertina y Bertolda.
- ¿Cómo le va a pertenecer, si únicamente es una moza de fogón que nunca ha estado en palacio? -protestó la madrastra.

Sus hermanastras se pusieron a reír y se burlaron de ella. El gentilhombre que efectuaba la prueba, habiendo contemplado atentamente a Cenicienta y encontrándola muy hermosa, dijo que era lo justo, y que él tenía la orden de probársela a todas las muchachas del reino, e hizo sentar a Cenicienta y acercando el zapato a su pie se vio que entraba perfectamente y que le iba como un guante.

La sorpresa de las hermanastras fue grande, pero más grande fue todavía cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapatito, compañero de aquel que tanto había viajado sobre un almohadón.

- Dignaos seguirme, mi señora, tengo orden de conduciros junto a nuestro príncipe, que os ama de verdad -anunció el ministro.

Y, por segunda vez, Violeta, nunca más Cenicienta, hizo el trayecto en carroza hasta el palacio real. Trompeteros a caballo le precedían y así, el apuesto príncipe tendió su mano a la muchacha cuando la carroza se detuvo y ella puso pie en la escalinata real.

El príncipe susurró que la amaba y Violeta intentó decir algo igual. Pero no necesitaban hablar porque la felicidad estaba en el rostro de los dos. Y el rey, que veía aquello, estaba más orondo que de ordinario y la reina no cabía en sí de dicha y emoción.

Tan feliz era Violeta, tanto, que en su corazón no había lugar para el rencor. Y pidió a su príncipe que invitara a las fastuosas bodas a sus hermanastras, incluso a su madrastra, porque quería repartir el bien.

Por la nobleza de tu corazón -dijo él- te amo todavía más. Voy a dar al reino la mejor de las reinas, la que siempre pensará en los demás.

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viernes, 15 de abril de 2011

La reina del laúd

Durante las Cruzadas, el zar fue hecho prisionero por los turcos. Escribió a su esposa para que pagara el rescate pedido para su liberación, pero no supo nada de ella.

Un día llegó un músico con su laúd, tan bueno que el Sultán quiso que fuera su huésped y después le pidiera lo que quisiera en recompensa. El músico pidió al zar y se lo dieron.

Cuando ambos estuvieron cerca de la capital de todas las Rusias, el músico liberó a su esclavo, sin pedir nada a cambio, y desapareció.

En la corte, la inesperada vuelta del zar causó alegría y conmoción, pero el zar rehusó ver a su mujer.

- Ni siquiera se ha preocupado de pagar el rescate para liberarme! -la acusó.

El rey pensaba que ésto era lo justo; además, la reina no decía nada para defenderse.

La reina iba a ser condenada, pero en ese momento se oyó la suave música de un laúd y apareció el misterioso músico.

Esta vez el rey reconoció a la reina bajo el disfraz: había recurrido a aquel ardid para liberarlo. Y así, aquel fue un día de gran alegría para todos.

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lunes, 11 de abril de 2011

La veleta y el gallo

En el tejado giraba uno de esos gallos de hierro que sirven para indicar la dirección del viento, una veleta que bien habría podido jactarse de su elevada posición; muy al contrario, siempre estaba callado.

El gallo de corral estaba orgulloso de su cresta y de su sonoro quiquiriquí. Para darse importancia con las gallinas y los polluelos recurría incluso a las mentiras.

- También los gallos pueden poner un huevo, uno solo -dijo un día- pues ese huevo contiene un dragón tan espantoso que los hombres mueren sólo con verlo. Por eso los hombres nos temen y los auténticos reyes del Universo somos nosotros, los gallos, no los hombres.

El gallo veleta lo oyó y resopló. En su vida había oído tantas palabras vanas que ya no se extrañaba de nada. Sabía muy bien que las fanfarronadas del gallo eran necedades; pero se sentía tan superior que ni se molestó en rebatirlas.

Muchas otras veces escuchó las mentiras y las bravuconadas del gallo de corral, pero nunca se dignó contestar.

Y todavía está por resolver si es más importante el gallo de corral o el gallo veleta.

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jueves, 7 de abril de 2011

El gran Issumbosque

Issumbosque era un japonés tan pequeñito que no podía ni ayudar en las labores del campo; por esp su abuelo decidió enviarlo a la ciudad para que se convirtiera en un valiente samurai.

Al despedirse, el abuelo le entregó una taza como barca; la madre, los palillos de arroz como remos; y el padre, un alfiler como espada.

El viaje estuvo lleno de peligros, y era lógico; porque comparada con Issumbosque, hasta una rama parecía un elefante, pero el chico aprendió pronto las artes guerreras y, gracias a su valor e inteligencia, llegó a la ciudad sano y salvo.

Encontró las calles vacías, todos se habían encerrado en casa para salvarse de un feroz gigante, pero Issumbosque fue valientemente a desafiar al temido enemigo.

Como era tan pequeño, escapaba con facilidad a los golpes del monstruo e igualmente le era fácil clavar su alfiler en el inmenso cuerpo, hasta que el gigante cayó al suelo, plagado de minúsculas y lacerantes heridas.

- Qué grande eres! -exclamaron todos.

Ahora el gigante parecía ser el pequeño Issumbosque!

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domingo, 3 de abril de 2011

La joven holgazana y las tres hilanderas

Había una vez una joven tan holgazana que un día su madre, desesperada, le dio una paliza. Pasaba por allí la reina, y al oír los gritos, se acercó a ver lo que pasaba. La mujer se avergonzó de confesar la verdad, y dijo todo lo contrario:

- Mi hija quería estar día y noche hilando, pero no puedo comprarle todo el lino que necesitaría.

La reina, a quien siempre habían gustado las muchachas trabajadoras, la llevó a palacio y le dio tres enormes habitaciones llenas de lino hasta el techo.

- Cuando lo hayas hilado todo, podrás casarte con mi hijo -le dijo.

La promesa era atrayente, pero la joven no sabía ni por donde empezar. Acudieron en su ayuda tres primas, hábiles hilanderas, pero deformes. A una, de tanto dar al pedal del telar, se le había agrandado enormemente el pie; la otra tenía un pulgar anchísimo de tanto torcer el hilo; y la tercera tenía un labio grandísimo a fuerza de alisar el hilo.

Cuando el príncipe vio a las tres primas y se enteró de que estaban así por haber trabajado tanto, prohibió a su futura esposa hasta acercarse al telar.

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